martes, enero 29, 2019

LOS PELIGROS DE INDEPENDIZARSE

(Viendo correos antiguos, me he encontrado con esto. Es una crónica de un suceso que me pasó, cuando estaba haciendo la mudanza al piso en donde vivo ahora. No sólo está basada en hechos reales, sino que es real como la vida misma).

Domingo por la tarde. La cadena Ser termina de retransmitir la etapa del Tour, me fuerzo a mí mismo a abrir un ojo. Aunque me encantaría prolongar la siesta hasta altas horas de la noche, mi deber ineludible es ir a mi futuro piso a montar los muebles del Ikea que he estado apilando allí los últimos días. Conque me fuerzo a mí mismo a levantarme del sofá, me lavo un poco, me tomo un café, cargo el coche de artefactos y, todavía algo soñoliento, me voy.

Llego y descargo el coche. Desembalo un electrodoméstico, lo coloco en la cocina, guardo las instrucciones en un cajón. La cocina tiene un balconcillo al que se accede a través de una puerta de cristal, la cruzo porque he visto unas basuras allí que quiero examinar. Miro orgulloso el que en breve será mi vecindario.



Y, en esto, la puerta de cristal emite un chirrido y se cierra.

En un primer momento no me alarmo. Giro el pomo, no recuerdo haber echado el pestillo.
Pero el pomo no gira ni un grado.

La cosa empieza a adquirir tintes dramáticos. Me llevo las manos a los bolsillos de los pantalones, y el móvil no está allí. Lo veo a través del cristal, me mira burlón desde la repisa de la cocina.
Intento girar el pomo varias veces, cada vez con más violencia, y nada. Constato el buen estado de la cerradura, cuando hasta hace bien poco pensaba que era una de las cosas que había que cambiar.

Intento serenarme, y le doy vueltas a las posibles opciones. Podría arrojarme a la calle -es un primer piso -pero el riesgo de romperme una pierna o algo peor es excesivo. También podría romper el cristal con una maceta, pero esa idea tampoco me acaba de convencer.

Con lo que me quedan dos posibilidades: esperar a que pase alguien por la calle con un móvil con el que pueda llamar a mi casa o colarme por la casa de mis vecinos -el balcón de mi cocina linda con el suyo.


Miro la calle, y parece el reino de Peter Pan. Sólo pasan niños berreantes, jugando a sus ridículos juegos y totalmente ajenos a mi desgracia. Pego varios gritos a mis futuros vecinos, a ver si me dejan pasar, e inician con muy mal pie la relación vecinal porque me dan la callada por respuesta.
Pasan así las horas.

Me desespero, empiezo a plantearme cómo se dormirá en el balconcillo o cuántos días pasarán hasta de que me muera de inanición y, de repente, aparece una chica con un bolsito. Sí, tiene móvil y sí, me hará el favor de llamar a mi casa. Cumple su palabra, y me cuenta que mis padres vienen corriendo. Le doy las gracias, y una sensación de alivio invade mi cuerpo.

A la chica le cuesta mucho contenerse la risa.

Poco después llega mi madre. Trae un juego de llaves, y no tiene ningún problema en entrar en el piso y rescatarme. Yo decido quedarme a montar muebles, ella se va, y antes de irme me lanza una mirada como diciéndome hijo, ¿no sería mejor que te quedaras unos lustros más en casa?

Mientras empiezo a atornillar una silla, me planteo que tal vez tenga razón.

1 comentarios:

Tatus dijo...

Momentos como éste, hacen la vida más llevadera... suena absurdo, por lo jodido del momento, pero qué sería de la vida si no pudiéramos reirnos de nosotros mismos de vez en cuando.. Un abrazo.

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